De las veces que cayó detenido pintando murales prefiere no hablar. Recuerda, sí, que lo complicado era huir en los pueblos desconocidos, adonde llegaban a pintar sin tener claras las vías de escape. Alejandro “Mono” González, referente de las brigadas de muralistas del Partido Comunista Chileno que forjaron un estilo de pintura mural inédito –a partir de los materiales precarios que utilizaban, la falta de formación académica y la necesidad de pintar contra reloj y durante muchos años clandestinamente– prefiere hacer hincapié en las épocas gloriosas del gobierno de Salvador Allende, cuando las brigadas llegaron a ser 110 en todo el territorio chileno, cada una formada por entre 8 y 10 integrantes y definieron su identidad bajo una coordinación que les permitió unificar criterios. O bien elige centrarse en los últimos años, en que esa experiencia despertó el interés de nuevas generaciones de artistas y estudiosos, quienes aportaron nueva bibliografía para relatarla, describirla, interpretarla.
González cuenta estas cosas apenas termina de pintar el mural que le encargaron en la cátedra de Muralismo y Arte Público Monumental de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata, la única de su tipo en el mundo. La obra ocupa 100 metros cuadrados en la galería Salvador Allende del edificio de la sede Fonseca de la Facultad de Bellas Artes de la UNLP y fue pintada durante la Primera Bienal de Arte y Cultura. Según Cristina Terzaghi, fundadora de esa cátedra, mientras trabajaba, González transmitió sus experiencias y conocimientos a los alumnos, reafirmando “la vigencia del muralismo como herramienta para la transformación social”.
Integrante de las Brigadas Ramona Parra del P. C. chileno, de la que llegó a ser director artístico, González es considerado un protagonista central del nacimiento de un estilo que logró instalarse en la historia con un sello propio. “A diferencia del mural mexicano, que estaba hecho por artistas, en las brigadas de muralistas chilenos había estudiantes, obreros, gente que aprendía a pintar sobre la marcha. Esas agrupaciones nacieron en la lucha popular, porque se necesitaban especialistas que pudieran racionalizar los materiales y estar siempre listos para salir a pintar. Esto ocurría cuando los muros representaban el único medio del que disponía la izquierda para difundir sus ideas. Al principio se salía a rayar las calles con mensajes políticos directos, pero con el tiempo se empezaron a pintar imágenes. Y se fue forjando un estilo, caracterizado por los colores fuertes, el trazado a negro y la reiteración de ciertas figuras (la paloma, la mano, la bandera) que representan las luchas del pueblo y la alegría que esas luchas inspiran. Poco a poco, los murales comenzaron a transformarse en una bitácora del día a día de la vida social de los barrios. Y nosotros, en predicadores que aprendíamos en el terreno a utilizar la brocha con un objetivo: el de enamorar a la gente con la idea de una sociedad distinta”, cuenta apasionado González, quien se desempeñó como director artístico de la Brigada Ramona Parra entre 1970 y 1973, cuando era estudiante de arte.
Sin embargo, su relación con la actividad se remonta a su primera infancia. Tenía ocho años cuando salía con su padre a pintar paredes a la cal, siempre pendientes de los carabineros y desempeñando la tarea asignada a los “cabros” (chicos): orinar en los baldes donde se preparaba la pintura para lograr que ésta se cristalice y se fije mejor a las paredes. Más tarde agregaron al compuesto una tierra de color que se preparaba con agua y después un elemento que se obtenía de la cáscara del trigo desechado en los molinos harineros.
La brigada Ramona Parra, cuyo nombre recuerda a una militante muerta en 1946, nació en 1968. Sus primeros murales comenzaron a pintarse cuando se propuso a Pablo Neruda como candidato presidencial de la Unidad Popular y se extendieron a nivel nacional cuando Salvador Allende fue designado candidato para las elecciones de 1970. Durante el gobierno de Allende las brigadas alcanzarían un grado de organización inédito en el marco de una marcada efervescencia política, multiplicarían sus ambiciones estéticas y plasmarían en numerosos murales, destinados a celebrar la alegría del cambio social, el estilo forjado en años de lucha.
Entre los años 1971 y 1972 el pintor surrealista chileno Roberto Matta –radicado en Europa y que había obtenido reconocimiento mundial– se interesó por el fenómeno, lo que le dio al estilo proyección internacional. Desde entonces, muralistas chilenos pintaron en distintos países. En el caso de González, plasmó algunos de sus murales en Holanda, Francia, Italia, Cuba, Perú y Ecuador. Más tarde, el golpe de estado contra el gobierno de Allende truncaría la experiencia. Muchos muralistas resultaron detenidos, exiliados o muertos. Y la gran mayoría de sus trabajos fueron borrados.
“Se produjo un vacío histórico durante muchos años”, dice González, aunque reconoce que con el paso del tiempo y la irrupción de nuevas generaciones renació el interés por estudiar aquella experiencia desde lo artístico, pero también desde lo social. Muchos trabajos que comenzaron como tesis de estudiantes interesados en el tema se convirtieron en libros y páginas web hasta dar forma a una bibliografía creciente, en los últimos años, en la que destacan títulos como Puño y letra , de Eduardo Castillo; Un grito en la Pared , de Mauricio Vico y Mario Osses o Los Trovadores de la Imagen , de Sabrina Cuadra.
Ese renacimiento del interés entraña también sus peligros, opina González: “el mural de las brigadas es una forma de expresión popular que se forjaba dialogando con la gente. Y hoy el gran problema que encontramos los que somos muralistas, pero también militantes, es que el mercado quiere adueñarse de ese estilo para hacer campañas publicitarias. Frente a esto nosotros seguimos pintando. No con nostalgia, sino para estimular las luchas sociales”.
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